martes, octubre 21, 2008

Comienzos de novelas


Nada más arbitrario que el comienzo de una novela, y nada más arbitrario que comparar comienzos y elegir los mejores. 

Sin embargo, hay algo enormemente atractivo en empezar una historia, porque de algún modo es asistir al nacimiento de un mundo nuevo, todo está por suceder, y cuando el amor es a primera vista, el comienzo pasa a ser inolvidable. 

Es por eso (o simplemente porque sí, porque nos gustaron mucho) que elegimos estos comienzos y no otros y animamos a ustedes a coincidir, disentir, o proponer otros. 



"Cuando tenía catorce años me inició en los deleites y afanes de la literatura bandoleresca
un viejo zapatero andaluz que tenía su comercio de remendón junto a una ferretería de fachada verde y blanca, en el zaguán de una casa antigua en la calle Rivadavia entre Sud América y Bolivia."



- Qué tristeza da a esta hora, ¿por qué será?
- Es esa melancolía de la tarde que va oscureciendo, Nidia. Lo mejor es ponerse a hacer algo, y estar muy ocupada a esta hora. Ya después a la noche es otra cosa, se va esa sensación.
- Sobre todo si se puede dormir bien. Y así no se piensa en las cosas terribles que ocurrieron.
- Vos tenés esa suerte, no sabés lo que ayuda. Al no poder agarrar el sueño es cuando se me empieza a pasar todo lo más espantoso por la cabeza. Si no fuera por las dichosas pastillas yo no podría haber aguantado todo este tiempo.
- No te quejes, Luci, que vos no tuviste una desgracia como la mía.
- Ya sé. Pero no me la he llevado de arriba tampoco, Nidia.
- Cuando murió mamá pasaba lo mismo, ¿te acordás?, a esta hora volvía el recuerdo más fuerte que nunca.
- Acordarnos de ella nos acordábamos siempre, lo primero que yo pensaba cuando me despertaba era que mamá no estaba más. Lo que se sentía a esta hora, más que nunca, era la falta de ella. Pero en ese entonces con tanto que hacer no se pensaba como ahora, nada más que en cosas tristes. Con tantas obligaciones que teníamos, era eso.
- Preparar algo de comer.
- Y esa gran responsabilidad de los chicos. De sacarlos a flote, Nidia.
- Y que después pueda pasar algo así, que te arranquen lo que más querés.
- Los que son creyentes tienen ese consuelo. Pero una no se puede engañar, no hay manera. Es una gran cosa, esa fe. Realmente yo se la envidio al que la tiene.
- Sí, Luci. Yo también se la envidio.
- Esa gente ignorante tiene muchas ventajas, que puedan consolarse así. Una no puede engañarse, ve la vida como es.
- Cuando murió Pepe fue distinto, yo quedé como atontada. Y lloraba y lloraba, todo el día. Pero esta vez fue tan distinto.
- El marido es una cosa, una hija otra, Nidia. Tu hija. Qué cosas que pasan, tan terribles.
Eran jóvenes, instruidos y vírgenes aquella noche, la de su boda, y vivían en un tiempo 
en que la conversación sobre dificultades sexuales era claramente imposible. Pero nunca 
es fácil. Acababan de sentarse a cenar en una sala diminuta en el primer piso de una posada georgiana. En la habitación contigua, visible a través de la puerta abierta, había una cama de cuatro columnas, bastante estrecha, cuyo cobertor era de un blanco inmaculado y de una tersura asombrosa, como alisado 
por una mano no humana. Edward no mencionó que nunca había estado en un hotel mientras 
que Florence, después de muchos viajes de niña con su padre, era ya una veterana. 
Superficialmente estaban muy animados. Su boda, en St. Mary, Oxford, había salido bien; 
la ceremonia fue decorosa, la recepción alegre, estentórea y reconfortante la despedida 
de los amigos del colegio y la facultad. Los padres de ella no se habían mostrado 
condescendientes con los de él, como habían temido, y la madre de Edward no se había 
comportado llamativamente mal ni había olvidado por completo el objeto de la reunión. 
La pareja había partido en un pequeño automóvil que pertenecía a la madre de Florence y 
llegó al atardecer al hotel en la costa de Dorset, con un clima que no era perfecto 
para mediados de julio ni para las circunstancias, aunque sí plenamente apropiado; no 
llovía, pero tampoco hacía suficiente calor, según Florence, para cenar fuera, 
en la terraza, como habían previsto. Edward pensaba que sí hacía calor, pero, 
cortés en extremo, ni se le ocurrió contradecirla en una noche semejante.

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En próximas entregas, finales de novelas. 



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