jueves, diciembre 22, 2005

Me voy a dar clase

Leí mi primer libro completo a los 12 años, y recuerdo que fue como correr una maratón leerlo, en verdad me parecía una hazaña transferir ese bloque de contenido en letra impresa sobre papel a mi cerebro vía mi cuerpo.

Con el tiempo, lo que empezó siendo una curiosidad muy fuerte, ir a ver al living los libros de la biblioteca de mis padres, siendo muy pendejo, 6 0 7 años -año 74, 75-. agarrar los tomitos de la Biblioteca Jackson, los discursos de Avellaneda por ejemplo, y leerlos, no importa el significado, hacer que era Perón y entonar como si hablara al pueblo en el balcón de la Pza de Mayo, eso, que empezó siendo una conexión cada vez más frecuente, se metamofoseó con los años y se transformó en enciclopedismo.

El tema es que la diversidad de libros que cubre el planeta es una especie de cerebro terraqueo donde las neuronas son personas que leen y el salto hipertextual de un libro a otro es una sinapsis literaria muchas veces aparentemente irracional o mágica pero casi siempre emocional, persuasiva, curiosa.

Ejemplo: a fines de los 80, leía sin parar a Henry Miller: Sexus, Nexus, los Trópicos, qué bálsamo para mi adolescencia un yo que se caga en todo y se afirma en forma Nietszcheana, pero pícara, ya que a diferencia de los vagabundos de Knut Hamsun, él era un "gran vividor" en los 50 en Brooklin, New York, liberado de todo. Y gracias a Henry Miller, Dostoievsky. Entrar por ahí no fue lo mismo que si hubiera entrado por los existencialistas franceses. Leerlo vía Miller permitía que uno también riera en esa estepa melancólica que eran las calles de Petersburgo donde se movían con angustia los largos apellidos de Crimen, Demonios, o Karamazoves.

A Sartre, en cambio, no llegué por la lectura sino por tradición oral, lo in-corporé escuchando a mi madre narrar su juventud, en la que un héroe intelectual con anteojos, medio deforme, se comprometía con el arte y la política "al mismo tiempo", y testimoniaba la intensidad de una movida mundial que llenaría de energía dos décadas doradas: los 60 y los 70.

La épica de la lectura en una vida pasa por los encuentros: con Robert Walser, con Proust, con Onetti, con Saer, con Boris Vian, con Pavese, con Capote, con Rodolfo Walsh, con Mailer. En cada uno, muchas horas, charlas, cigarrillos, viajes en subte, en avión, mañanas de invierno en la cocina, baños de inmersión.

Tal vez dejé abierto un día un libro en una cama y nunca más volví, pero qué importa ? Tal vez fue mucho mejor la chica que me hacía sexo oral para que yo dejara de leer, que el libro que estaba leyendo, pero qué carajo importa eso al lado de lo que quiero decir ?

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