viernes, diciembre 23, 2005

1972

El No de años mágico fue siempre para mí 4. Tal vez se deba a la geometría, pero me enamoré de esa edad porque me parecía perfecta, nada que ver con cinco o siete, que siendo impares, y viniendo después que 4, me parecían llenos de ripio. Nada que ver tampoco con 6, que siendo par, siempre terminaba pareciéndome un 4+2 innecesario.

4 años, por otro lado, es un tiempo donde ya no se es bebé, tampoco se tienen muchas luces, pero al menos empezás a sintonizar las facultades, se puede hilvanar una conversación muy básica, y hay mucho, muchísimo mundo interior, porque sobran las percepciones no codificadas.

Caminar por las veredas de Barrio Norte, de la mano de la niñera, no sé si basta para estar en el paraíso de las experiencias infantiles, pero estaba bueno, excepto un día que se me quedó pegado un chicle en el pullover. Eso sí que era un problema para mí, algo que me ponía al borde del colapso. Ni siquiera la distancia de los años me dan un cable a tierra o perspectiva para relativizar el dramatismo de tenr un chicle pegado en el pullover. Si me preguntan si tuve algún kilombo grosso en esa época, ese fue sin duda uno.

No nos podemos olvidar de Perón tan fácilmente como se olvida un familiar por el que nunca sentimos nada. El año que murió, y yo lo veía sentado ante la philips de 30 pulgadas en blanco y negro que teníamos en el living, fue el año en que lo descubrí, muy tarde para un peronista histórico, suficiente para la generación políticamente "cepillada" que nació a fines de los 60,

Y qué me impresionaba más de él ? Sus discursos, sin duda alguna. No lo que decía, sino cómo lo decía. Los ojos entrecerrados, la camisa, el pelo engominado, pero más que nada su voz y la gestación emocional de gritos y cantos de la multitud.

Pero en una época tibiamente massmediática, Perón fue un eje alrededor del cual se dividía el país, en miles de pedazos.

Ejemplos:

peronista del 45, que recuerda que su padre se compró una heladera Siam y que en la fábrica le regalaban una canasta de fin de año con la que comían un mes entero.

peronista del 60, indignado por la proscripción, contagiado por la explosión de movimientos revolucionarios, y metido en una multiplicidad delirante de heterogeneidades con el rasgo en común de definirse como peronistas,

peronista del 70, activo como revolucionario, perseguido por la dictadura militar.

jueves, diciembre 22, 2005

Me voy a dar clase

Leí mi primer libro completo a los 12 años, y recuerdo que fue como correr una maratón leerlo, en verdad me parecía una hazaña transferir ese bloque de contenido en letra impresa sobre papel a mi cerebro vía mi cuerpo.

Con el tiempo, lo que empezó siendo una curiosidad muy fuerte, ir a ver al living los libros de la biblioteca de mis padres, siendo muy pendejo, 6 0 7 años -año 74, 75-. agarrar los tomitos de la Biblioteca Jackson, los discursos de Avellaneda por ejemplo, y leerlos, no importa el significado, hacer que era Perón y entonar como si hablara al pueblo en el balcón de la Pza de Mayo, eso, que empezó siendo una conexión cada vez más frecuente, se metamofoseó con los años y se transformó en enciclopedismo.

El tema es que la diversidad de libros que cubre el planeta es una especie de cerebro terraqueo donde las neuronas son personas que leen y el salto hipertextual de un libro a otro es una sinapsis literaria muchas veces aparentemente irracional o mágica pero casi siempre emocional, persuasiva, curiosa.

Ejemplo: a fines de los 80, leía sin parar a Henry Miller: Sexus, Nexus, los Trópicos, qué bálsamo para mi adolescencia un yo que se caga en todo y se afirma en forma Nietszcheana, pero pícara, ya que a diferencia de los vagabundos de Knut Hamsun, él era un "gran vividor" en los 50 en Brooklin, New York, liberado de todo. Y gracias a Henry Miller, Dostoievsky. Entrar por ahí no fue lo mismo que si hubiera entrado por los existencialistas franceses. Leerlo vía Miller permitía que uno también riera en esa estepa melancólica que eran las calles de Petersburgo donde se movían con angustia los largos apellidos de Crimen, Demonios, o Karamazoves.

A Sartre, en cambio, no llegué por la lectura sino por tradición oral, lo in-corporé escuchando a mi madre narrar su juventud, en la que un héroe intelectual con anteojos, medio deforme, se comprometía con el arte y la política "al mismo tiempo", y testimoniaba la intensidad de una movida mundial que llenaría de energía dos décadas doradas: los 60 y los 70.

La épica de la lectura en una vida pasa por los encuentros: con Robert Walser, con Proust, con Onetti, con Saer, con Boris Vian, con Pavese, con Capote, con Rodolfo Walsh, con Mailer. En cada uno, muchas horas, charlas, cigarrillos, viajes en subte, en avión, mañanas de invierno en la cocina, baños de inmersión.

Tal vez dejé abierto un día un libro en una cama y nunca más volví, pero qué importa ? Tal vez fue mucho mejor la chica que me hacía sexo oral para que yo dejara de leer, que el libro que estaba leyendo, pero qué carajo importa eso al lado de lo que quiero decir ?