No importa si el siglo XX o XXI, el fraseo de Billie Holiday o el de Lauryn Hill, cincuenta páginas de Saer o de Proust, Cartagena o Estocolmo. Cuando el repiqueteo de la mente encuentra una sala de estar más confortable, o los psicofármacos se ocupan de asignar recursos en la mente que no estaban disponibles, un cuerpo, este cuerpo, liberado de la mochila que la mente llenó de piedras en la adolescencia, se vuelve a recostar sobre la alfombra a mediodía en la casa materna, y veinte o treinta años más tarde, se formula la misma incontestable cuestión existencial.
Los pragmáticos de mi ciudad enseñan que un problema que no tiene solución no es un problema. No ponen en duda la falta de solución, se impacientan con sólo escuchar que alguien pide tiempo adicional para seguir dándole vueltas a la idea. No la tiene, es inútil buscarla. Pero los idealistas sonríen porque ahora con mucha más razón se ven atraídos por ese callejón sin salida y en lugar de ponerle fin a la jornada laboral se quedan después de hora, hasta el amanecer, dándose de cabeza contra el piso, hasta que sangre, hasta que las tripas revienten, sin resignarse a darse por vencidos, y profesando un acto de fe dostoievskiano.
Dos mil quinientos años atrás, hombres que dividían a las mujeres en ecónomas del hogar o semidiosas sáficas, comenzaban a buscar, fuera del hogar, razones, argumentos, y todo tipo de productos y subproductos del discurso verbal que los hiciera ser partes de un mercado de palabras con sentido.
Los clubes de amigos, lanzados a la especulación, hicieron una nueva forma de homosexualidad llamada Philia o amistad entre hombres.
Pero dos mil quinientos en la historia de la humanidad puede ser equivalente a veinticinco de tu vida y, cuando se acerca la serenidad de fines de los 30, un humo
domingo, abril 30, 2006
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