Las vidas de Roger Duncan.
Primera Vida
Envejecer, decía mi padre, es un arte que merece una entrega incondicional.
Lo escuché pronunciar esa frase por primera vez durante una tarde inolvidable, fría y soleada, en su Estudio de Ciudadela, parado frente a la puerta de calle, con el impermeable arrugado sobre su antebrazo y el traje oscuro, desgastado por el tiempo y denotando que la persona que lo llevaba puesto prorizaba la intensidad de su mundo interior por sobre el logro de una apariencia nítida y prolija.
Durante una década crucial, la que va desde los 30 a los 40, cada mañana, al levantarme, solía pasar varios minutos sin hacer nada, excepto acostumbrarme al nuevo estado de vigilia. Había llegado hasta ese momento gris y decisivo donde se nos impone preguntarnos si estamos actuando guiados por principios ajenos incuestionables o si al actuar incoporamos esos principios a nuestra forma de ver, sentir y pensar. Fue allí, una de las mañanas más metafísicas que tuve en mi vida, el año de la muerte de mi hermano menor, durante una primavera en Buenos Aires, en pleno extrañamiento durante una caminata por los lagos de Palermo, donde descubrí que mi padre no tiene razón, que se equivoca en creer que saltando al vacío se obtienen siempre recompensas fantásticas. Eso por el lado de la entrega y la incondicionalidad.
Pero si de lo que se trata es de arte, vivida como arte, la vida, no colabora acaso con crear la duración o eternidad de “perceptos” para la satisfacción de tantas almas bellas como entornos inmediatos haya –qué importa si son los vecinos del edificio o los alumnos del Doctorado?- y terminar como farsa pueril –el arte por el arte- lo que comenzó como propósito de transformar en el mundo al mundo ? Esa fue la segunda oposición: vivir es algo más que arte y ya desde muy niño me indignaba el esteta que había en mi padre. Mi mejor amigo de la secundaria, Ezequiel, me consolaba diciendo: prefiero un esteta a un imbécil como el mío. Yo pensaba que al menos un imbécil no cae en la trampa ilustrada de estetizar la existencia a costa de domesticar su savia salvaje y perder una de las pocas oportunidades de transformarla en un shock terrorífico que haga sentir a los estetas vergüenza por haber subestimado este juego de adultos donde algunos se creen niños ad etrernum.
Siempre que trabajé viví en departamentos, al principio alquilando, hasta que un día dejé de trabajar y dejé los departamentos: cobré una herencia de un tío banquero al que le caía bien por ser “oveja negra” y pasé a ser propietario de una casa con jardín. Mi renta pasaron a ser las colaboraciones en diarios, y revistas, bajo tal cantidad de seudónimos que yo mismo terminaba mareado e imposibilitado de mantener la coherencia de cada uno.
Fueron años enteros en los que iba a mi cuarto sólo para dormir, y la mayor parte del tiempo la pasaba en mi laboratorio. Cuando alguien me iba a visitar, trataba de no tocar el tema, y hablaba sobre cine, política, o fiestas marginales, pero si me preguntaban: cuál es tu proyecto personal, lo que verdaderamente habla de vos en el mundo, yo decía: “ahora estoy tratando de desarrollar un vector que puedo describir como “la fuerza de rozamiento”, algo así como el cepillo que nos pasa el tiempo, pero también el aceite en el que nos freímos, o el aire que respiramos. Otro vector, el cuerpo, se acopla a una máquina que lo compone con la fuerza de rozamiento y envejece junto con esa fuerza.”
Un sofista diría que si aceptamos que somos un cuerpo y que ese cuerpo vive y envejece en un ambiente dado, entonces tiene que haber una relación entre ese cuerpo y el ambiente que pueda ser modificada por alguno de los dos elementos que la componen.
Mi padre no tenía reparos en ser irracional cuando entraba en ira, y nunca creyó en las afinidades electivas entre el cuerpo y la fuerza de rozamiento. Para él, no había reciprocidad entre el hombre y la naturaleza ni tampoco había doble dirección entre el cuerpo y el ambiente. La fuerza de rozamiento fue siempre un tótem para él, y el cuerpo tenía que adorarla, no establecer a la Spinoza una relación de afecto que haga buena a esa máquina llamada vida.
Si bien fui siempre spinozista, y me pelée con mi padre infinidad de veces por no poder compartir este amor por las relaciones, y no por los términos de la relación, en esto, si bien no puedo admitirlo en público, y me cuesta mucho hacerlo aún en soledad frente al espejo, creo que mi padre tiene razón en decir que el cuerpo tiene que adorar a la madre naturaleza.
En realidad, la pregunta que me hacía y la contradicción a la que me enfrentaba es:
Por qué una entrega incondicional para envejecer, por qué nos rendimos ante la inmensidad del universo y consideramos ínfima nuestra incidencia en el devenir, por qué nos inclinamos casi devotamente ante cada salida y cada puesta de un astro como el sol, por qué decimos cuando algo nos permite concebir una idea que “nos ilumina”, y por qué, finalmente, Empedocles terminó lo que era una fiesta más adentro de un volcán sin dejar, como muchos suicidas, un mensaje escrito por el que quieren ser recordados ?
por qué una Etica para envejecer en la cual nos rendimos frente a la Naturaleza y otra Etica para vivir haciendo un culto de los encuentros y afectos entre un cuerpo y otro o entre el cuerpo propio y el universo infinito ?
Porque hay que vivir, respondió mi padre, tanto en el eje diacrónico del envejecimiento como en el sincrónico de la experimentación.
Y entonces, cuando terminó de pronunciar esa frase, murió y se empezó a enfriar, y le tapamos la cabeza con el cubrecamas para no estar buscando inútilmente un signo de vida, una emisión de aire o energía, y le dijimos, mi hermano mayor y yo, a mi madre anciana, que en la lápida había que escribir la frase con la que comienza este relato:
Envejecer es un arte que merece una entrega incondicional.
Segunda Vida
Mi nombre es Roger Duncan, pero mi verdadero nombre es otro. Nadie tiene un pasado puro y transparente en esta parte austral de Sudamérica. Sin ir más lejos, mis antepasados han sido griegos, rusos, portugueses, canadienses, italianos, y no tengo pruebas pero sí el pálpito de que algún vietnamita se pudo haber filtrado.
Alguno habrá que tenga un árbol genealógico coherente, con descendencias reconocibles y sensatas. Pero si se trata del mío, tenemos que suspender por un buen rato las reglas del sentido común, porque acá lo que hay es un gran malentendido caótico. No tengo lo que se dice antepasados sino guerras, catástrofes, homicidios, y alguna que otra sensatez excepcional como un tío que fue Pionero de la Patagonia, y una bisabuela que tocaba el violín con la sobrina de Brahms.
Así es que, confundido por mis orígenes, más que reconstruir el árbol genealógico, lo que siempre quise, lo que sigo queriendo, es explorar los árboles futuros posibles, las progenies posibles, los mundos por desarrollar.
Empecemos por la adolescencia. Cuando llegaba el verano, y yo tenía 17 o 18 años, llegaba también el insomnio, el día se transformaba en pernoctar y la noche en vigilia. Cuando uno está despierto noche tras noche, uno aprende a sentir de manera casi táctil el tiempo de las horas que pasan entre los que no tienen más que tiempo. Me iba caminando hasta el parque y me encontraba con una pareja de lesbianas japonesas que se sentaban a tomar champagne sobre el césped húmedo. Una frutilla en la boca, o un cigarrillo prendido con otro, son cosas que sirven muy bien para medir el nivel de erotismo que se está dispuesto a ofrecer.
Me acuerdo como si fuera ayer del momento en que la mayor de las dos, Ayako, me susurró un poema de Verlaine en el oído. Pronunciaba un francés que nunca volví a poder reproducir pero que me resultó una especie de melodía celestial. Es cierto que antes de salir para el parque me había servido un Jameson sin hielo y que tenía ese colchon sensorial que nos brinda confianza y nos hace locuaces cuando más lo espera el interlocutor.
sábado, noviembre 06, 2004
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